Recibir un sobre negro no suele ser, en principio, una buena señal. Generalmente trae consigo el anuncio de un deceso.
Carl Gustav Jung pensaba que los muertos visitan a los vivos para enterarse del nivel de conciencia adquirido por los segundos desde la desaparición de los primeros. Creía, en efecto, que sólo el ser en vida tiene la posibilidad de extender el ámbito de la conciencia y que llegado el óbito nuestra conciencia se fija. La curiosidad de los aparecidos se vería azuzada por la conciencia más amplia que nos atribuyen.
Mostrar másGonzalo Fonseca compartía con Jung cuando menos un gusto marcado por la torre: pieza maestra del juego de ajedrez pero también, y sobre todo, edificio desde cuya cúspide la vista llega muy lejos.
¿De qué se enteraría Fonseca, fallecido en 1997, al visitar su Torre de los Vientos ocupada hoy por Arturo Hernández, Mario de Vega y Juan Pablo Macías? ¿Qué grado de conciencia que él no haya podido conocer en el momento de su desaparición traducen las intervenciones de esos tres sismógrafos? ¿El estado de las cosas es hoy tan disímil del que Fonseca abandonó hace ya 17 años? Cierto es que en 1997 las torres gemelas de Nueva York no habían sido derribadas aún; la guerra del narcotráfico tampoco había cobrado todavía cerca de 80000 vidas en México; Afganistán, Irak, Siria y Libia no eran presas de la anomia, etc. ¿Qué queda hoy del espíritu que en 1968 vio erigirse esa Torre de los Vientos como etapa de la ruta de la amistad? La amistad.
Cobre fundido esparcido por el suelo de la torre, muros ennegrecidos, un texto grabado en el cemento describe el infierno en la tierra.Un ruido hecho de ruidos atormenta el conjunto.
Si de allí Fonseca dirigiera sus pasos al número 37 de la calle de Berlín en la Colonia Juárez descubriría otro paisaje desolado, por no decir desolador, al hilo de las salas de la galería marso. Marte, dios de la guerra. La guerra.
Archivos destruidos, al parecer durante una explosión; restos de una campana algún día fundida, ahora y para siempre muda; además otros textos escritos algún día, quizá incluso leídos otro día y callados después, o casi, también.
Jacques Rancière escribió algún día que veía en 1989 una fecha bisagra. Supone que hasta antes de 1989, la humanidad creyó en la posibilidad de un porvenir mejor; desde 1989, la humanidad intentaría por todos los medios a su alcance no conocer días tan sombríos como los que padeció durante la Segunda Guerra Mundial: actualmente, estaríamos viviendo con el horror nazi a manera de asíntota. No obstante, hoy en día, y he allí quizá lo que Fonseca descubriría durante su regreso, recordar lo peor ya no garantiza que no se repita.
¡La torre! ¡Hey, la torre! ¡Cuidado con dejarte derribar!
Michel Blancsubé (Ciudad de México, enero de 2015)